Nuestro "Far West" era la plaza de delante de la casa de los abuelos, que entonces aun no había sido ultrajada con el asfalto de ahora.
Nuestras reglas, sencillas: Los indios eran malos, los vaqueros buenos, las chicas dulces e indefensas.
Era necesario conseguir caballos, la parte más ardua de la aventura, pues había que acechar los contenedores y estar al quite de cuando tiraban palos de escoba. Las fregonas eran el sumum: tenían cola.
Cuando buscábamos caballos, las diferencias indios-vaqueros se disipaban. Ya se sabe que la delincuencia crea nexos profundos entre individuos de orígenes variados.
Las armas eran más fáciles, sobre todo para los vaqueros: la mano cerrada con dos dedos extendidos, si se trataba de un revólver, el brazo entero si era un rifle. Las de los indios tenian mayor dosis de método stanislawsky: había que cerrar el puño izquierdo y con la mano derecha extraer una flecha de una aljaba imaginaria haciendo un rápido gesto de tensar arco y de hacerla volar mientras los labios pronunciaban un vuelo siniestro de proyectil. "ShhhhhhhSSSSSssssssssssssss".
Lissi siempre era la chica, porque solía llevar falda.
Los índios éramos malos, y por tanto, perdíamos siempre.
Me gustaba jugar al Oeste, pero hubiera querido ganar alguna vez, ser la chica que ve triunfar la justicia y recibe un gran beso en los labios al final de la tarde, antes del bocadillo de nocilla...
¡Ay!
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