David la miró intensamente. Nunca había visto a su madre tan vieja, tal dolida, tan vulnerable. Era como si aquellos labios, los primeros que le habían besado, le hablaran ahora en lugar de otros, de los de Ada.
- Lo sé perfectamente, madre - Respondió David secamente- Quiero que mi hijo crezca en paz, y justo mi país me necesita para que ese sueño sea real. Los poetas lo cantan, los soldados lo hacemos posible.
- ¿Y la vas a dejar sola?
- La dejo contigo...
Su madre suspiró. Aquel aire exhalado era más que suspiro, era lamento ancestral, contrariedad infinita.
- La dejas sola... Yo le lavaré las bragas, le diré como se pone un niño al pecho o le ayudaré a cambiar un pañal... Pero ella estará sola...
Y volvió a suspirar, pero esta vez era ese tipo de respiración que precede a un discurso:
- David... Tendrás más hijos quizá, los dos sois jóvenes... Es verdad que ella estará bien... pero este hijo, cualquier otro niño, es único... Un día te arrepentirás de no haber estado, de que el médico no dejara en tus brazos ese pequeño trozo de tu piel, de tu carne de tu sangre...
Y las manos de la anciana se posaron en los brazos del comandante. Seguían siendo unas manos grandes, surcadas por el trabajo... seguian oliedo a veces a ajo y otras veces a lejía, seguian destilando ternura por los dedos...
- Madre, yo no soy médico... Ada estará perfectamente atendida, papá y tu la vais a cuidar... Yo soy necesario en otro lugar...
Y ahora suspiró él.
- Por desgracia, al mundo no le importa si yo voy a tener o no un hijo...
- Pero a tí sí debería importarte... Y a ella le importará que te importe...
Y las mano del soldado se apoyaron en las de la anciana y las apretaron con fuerza y las retiraron.
- Y me importa. Aceptar esta misión es el mejor modo posible de manifestarlo. Es tarde...
- ¡Comandante! ¡Mi Comandante! - Exhultaba agitando entre sus manos un papelito.- ¡Un telegrama! ¡De su esposa!
David dejó su puesto, ireflexivo, y casi arrebató la nota con los signos tipografiados en morse.
Ambos bien. Besos de Samuel. Ada
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